martes, 29 de agosto de 2017

LAS COLECCIONES DE CAMPO ELÍAS


La primera colección que se le conoció a Campo Elías fue la de estampitas religiosas.  Al hacer la primera comunión, los niños nos creíamos tan santos que comenzábamos a ir a misa a diario y comulgar, confesarnos cada semana y rezar el rosario con un entusiasmo que antes no teníamos.  Campo Elías comenzó, además, a guardarse todas las estampas de santos que caían en sus manos y pronto creció la colección, que mostraba orgulloso a todas sus amistades.  

Entre sus tesoros tenía la Sagrada Familia, el Niño Jesús en muchas representaciones, el Nazareno, el Crucificado, el Resucitado, una asustadora representación del Juicio Final, el Ángel de la Guarda, los diversos arcángeles, San Jorge, San Cayetano, San Expedito y una gran cantidad de vírgenes, como la del Carmen, Nuestra Sra. de Guadalupe, la de Fátima, la del Rosario, la de Chiquinquirá, María Auxiliadora.  

Las estampitas las recogía en la catequesis de los domingos a la 1:30 en la parroquia y en las misiones que con frecuencia organizaba la diócesis; también las pedía a sacerdotes que se encontraba en la calle; las compraba, a veces, en la librería de la Hermanas Carísimas, y una persona que empezó a obsequiárselas fue la hermana Hortensia, ayudante de la parroquia, que descubrió casi por casualidad su afición y empezó a invitarlo a que viniera a la casa cural  por las laminitas.  Un día le pidió que la buscara en las horas en que el padre salía a hacer las visitas familiares, porque no le estaba gustando que ella fuera tan regaladora.  El muchacho empezó a venir en las tardes de semana, la hermana le preguntaba algunas cosas y lo despachaba con dos o tres ejemplares y en ocasiones también con folletines religiosos.

Una de esas tardes, la hermana lo recibió con un humeante chocolate y deliciosos bizcochuelos y después lo invitó a su habitación, con la disculpa de mostrarle las imágenes de santos que allí tenía; lo hizo sentar en la cama al lado de ella y comenzó a decirle que el era un chico muy bonito y que iba a tener mucho éxito con las muchachas; le comenzó a acariciar el cabello, el se sonrojó, pero pronto lo tomó como una mera manifestación de cariño; después ella bajó la mano hacia su abdomen, que acarició varias veces y el chico comenzó a sentirse extraño; la mano penetró luego por entre el pantalón, buscando el tesoro que le interesaba.  El muchacho se asustó, se incorporó de inmediato y salió corriendo, para no regresar nunca más a esa casa ni continuar coleccionando las estampas.

Campo Elías sí era lo que se dice un niño bonito; tenía carita redonda, sonrosada, con nariz respingada y ojos claros brillantes y vivaces; su cabello castaño claro era muy ensortijado y su cuerpecito muy bien formado. Sus compañeros de la escuela primaria lo trataban de niñita, por su figura, e incontables veces se trenzó en disputas a los puños con ellos por ese motivo. 

Pronto encontró Campito otra ocasión de solazarse coleccionando: aparecieron los “Caramelos Presidente”, una serie de laminitas con retratos de todos los presidentes de la república desde su fundación.  El fuerte atractivo para entusiasmar a los niños con este motivo histórico era que cada figurita estaba enrollada alrededor de un confite, el conjunto envuelto por un papel celofán con los colores de la bandera y el letrero “Caramelos Presidente”.  Los niños tenían, pues, por unos centavos, deliciosa golosina y atractiva imagen (de poco colorido y pequeño tamaño, es cierto) que pegaban en un álbum, barato de adquirir también.  Nuestro chico se divertía pegando con engrudo (un mucílago casero) a Manuel Antonio Sanclemente, José Ignacio de Márquez, Aquileo Parra, Tomás Cipriano de Mosquera, Eustorgio Salgar… sin saber de quienes se trataba, pues el dichoso álbum solo traía los nombres sin leyenda explicativa.

La fiebre colectiva duró algunos meses y desde entonces se les llama equivocadamente “caramelos” a todos los cromos coleccionables que ahora vienen en un sobrecito  y no están acompañados de dulce alguno.  Nuestro amiguito se curó de la fiebre y ni terminó de llenar la libreta, desilusionado, cuando un primo mayor comenzó a derrumbarle sus ídolos de pies de barro al contarle detalladamente sobre las dudosas o reprochables conductas de unos y otros; el uno fue un dictador arbitrario, el otro un poeta que no sabía nada de economía ni de política, el de más allá fue un blandengue que no supo impedir la separación de Panamá; un acaparador de tierras cuando se consolidó la independencia; un ancianito casi centenario que se dejó entronizar como figura decorativa por políticos corruptos; un fogoso orador que inducía a los seguidores de su partido a asesinar alevemente a  los miembros del otro partido; un “reformador” cuyo mérito fue reversar las normas progresistas de la constitución y devolverle inmensos poderes a la iglesia católica; otros que siguieron gobernando con la iglesia y manteniendo al pueblo en la ignorancia y la sumisión; otros más que permitían que sus hijos se enriquecieran con contratos de obras públicas, etc. 

El muchacho, aunque de linda figura, no era ningún delicado y, además de defenderse bien con los puños, era un aguerrido jugador de fútbol.  En la cancha, aquellos que tanto lo molestaban en clase se veían burlados por sus “driblings” y Simón, el portero, el más matón, tuvo que tragársele muchos goles.  Esto le fue granjeando el respeto de los condiscípulos, muy a pesar de Simón.  Este deporte fue precisamente el que le dio la oportunidad de volver por sus fueros coleccionistas, porque llegó el álbum de los campeones mundiales.  Este ya tenía figuras de mejor calidad, plenas policromías de mayor tamaño, aunque todavía debían adherirse con goma líquida, y folleto de mejor calidad de papel, con profusas explicaciones sobre los equipos, los jugadores y sus países.

La fiebre fue mayor; los chicos realizaban tremendas sesiones de intercambio de láminas a la salida de clases; las “difíciles” se cotizaban más alto (varios jugadores comunes por un Pelé) y hasta las principales confiterías y revisterías ofrecían intercambios y ventas de las figuras más escasas;  porque siempre ocurría con estos álbumes que algunas de las figuras eran puestas en circulación en muy pequeñas cantidades para generar mayores ventas de sobres entre los ávidos muchachos que las buscaban insistentemente.  No me va a creer el lector que, una vez más, Campo Elías sufrió una gran desilusión y abandonó su colección:  al tiempo que se llenaba el álbum, estaban avanzando las últimas fechas del campeonato nacional y el equipo que el niño seguía se perfilaba como vencedor; tropezaba y perdía algún partido pero se volvía a levantar y así se mantenía entre el primero y el segundo lugar de la tabla y también mantenía al alza la emoción de Campo Elías; pero en la última fecha, una tramposa decisión arbitral tuvo por efecto que su adorado equipo perdiera el campeonato.  Furioso, destrozó el álbum y juró que no volvería a jugar ni a mirar el fútbol.  Promesa que, por supuesto, no se cumplió, pero el albumcito ya estaba echado a perder.

Ahora llegó el álbum de aviones, impulsado por una conocida marca de chocolatinas.  Nadie tuvo que rogarle a Campo Elías para que lo consiguiera, pues lo vio como un maravilloso paralelo de la colección de modelos de aviones que ya había comenzado.  Ya era adolescente y, aparte de coqueteos y partidos, dedicaba largos ratos a los cuidados de su colección; adaptó una repisa usada que le cedió su madre, compró algunos soportes para los aparaticos y elaboró otros; consiguió algunas pinturas apropiadas para decorar los modelos y disfrutaba viajando al aeropuerto a contemplar los verdaderos.  Al mismo tiempo, regalaba chocolates a sus amiguitas, bajo la condición de recogerle las láminas y el voluminoso álbum se iba llenando rápidamente.  Sobra decir que también se estableció el mercado de intercambio y además se empezaron a destacar las “difíciles” o “trabajosas”.

Precisamente, la 44 fue la última que le faltó para completar el ya grueso libraco y no la lograba encontrar. Se incrementó el consumo de chocolate y los regalos a las amistades, se buscó el 44 en todas las revisterías y confiterías, pero el muy esquivo no aparecía.  Un jueves, a la salida de la clase de Álgebra, su compañero Naranjo le mostró el flamante avión de la 44, un Fokker; “¿esta es la que te falta?”.  Un escalofrío lo sacudió y alargó la mano.  “¡No! Antes me vas a decir cuanto me das por ella”.  Ofreció cinco pesos, pero a Naranjo le pareció muy poco; subió la oferta a diez y este le dio la espalda y se alejó hacia la clase de Geografía.  Campo tenía clase de Historia en un aula cercana y desesperaba por que se terminara la hora para buscar a Naranjo; sin embargo, no lo encontró a la salida, ni en las calles cercanas al colegio, y se le hizo eterna la espera hasta la jornada del viernes.  Después de mucho cavilar, había decidido sacrificar la compra del modelo a escala del Messerschmidt y destinar los 25 pesos a la compra de la figurita.

Naranjo fingía estar dubitativo ante la suma ofrecida, pero se notaba que en verdad no quería ceder, sino mas bien disfrutar morbosamente de las ansias de Campo Elías.  Finalmente, a la salida de la última clase, después de muchos ruegos durante la jornada, le dijo que mas bien se la regalaba para que completara su álbum y “ya hablaremos cuando reclames el premio” (daban $500 a los que presentaran el cuadernillo completamente lleno).
Feliz salió Campo Elías para casa, llegó directo a pegar el Fokker en el álbum y escuchó que su madre le recordaba que quedó comprometido a acompañarla esa tarde a hacer unas “vueltas”.  Frustrado guardó el álbum, pues ya no podría ir hasta el lunes a reclamar el premio; almorzó y salió a acompañar a la mamá.  La espera del fin de semana se le hizo eterna y más la mañana de clases del lunes, pero al fin llegó el dichoso momento de presentar el álbum lleno en las oficinas de la compañía de chocolates y recibir los $500 prometidos.  El martes llegó radiante al colegio, contando a sus compañeros sobre su fortuna, pero a la salida de clases lo esperaban Naranjo y Simón para pedirle cuentas.  “Usted me regaló la lamina”; “¿No recuerda que le dije que hablaríamos después de reclamar el dinero?”; “Lo tengo destinado para algo muy importante”; “¿Quiere que Simón le haga unas caricias?”.  Los golpes que ya se preparaba a darle Simón lo hicieron palidecer, pues el matoncito había crecido en maldad, parejo con la edad, y Campo sabía que si trataba de defenderse a los puños, con algo peor le respondería aquel.  “Te doy la mitad, entonces” dijo a Naranjo; “eso me parece lo más justo, pues la otra mitad es para Simón”.  Al día siguiente, entregando $250 al uno y $250 al otro, salió Campo triste del colegio por la tarde, arrastrando los pies.

Un gatico lo sacó momentáneamente de su aburrimiento; estaba oteando desde un muro y le maulló al verlo pasar; el muchacho se detuvo a mirarlo y le habló y el animalito bajó y comenzó a frotarse en sus piernas; se agachó a acariciarlo y en repuesta aquel le ronroneó y se echó mimoso a pedir más caricias.   Al día siguiente, estaba el animalito en el mismo lugar, se repitieron las escenas y el chico decidió cargarlo y llevárselo a casa.  No pasaron dos semanas antes de que Campo Elías se buscara un segundo gato y poco tiempo después le regalaron un cachorrillo de perro.  Asombrosamente, el muchacho consiguió que los animalitos no se atacaran entre sí y convivieran muy armónicamente;  esto lo animó a seguir trayendo animales a casa, a pesar de la resistencia de su madre; primero fue una lora que compró en un mercado y después un conejo que también le regalaron.  Pero la debacle se armó cuando convenció a un indígena de cederle un mono y se lo trajo a casa; primero, la mamá puso el grito en el cielo y luego el papá lo conminó a desmontar la “guardería animal”; pero ni necesitó obedecer porque el mico se encargó de sembrar la discordia entre los demás cuadrúpedos y de desplumar a la lora; este animalito murió y las riñas entre los demás fueron tan intensas que el muchacho tuvo que salir a buscar quienes se los recibieran y en cosa de dos días ubicó los gatos y el perro en distintas casas de familia y regresó el mono al indígena, a quien tuvo que regalar dinero para que lo aceptara; se quedó con el conejito, pero este enfermó y murió en una semana y Campo Elías acumuló una nueva frustración, con mucha tristeza.

En esos días fue emitida una serie de estampillas de correos conmemorativas de hazañas de la aviación y algunas de ellas cayeron por casualidad en las manos de Campo Elías, quien de inmediato vio en ellas la posibilidad de hacer una catarsis  a la tristeza que lo había atravesado al no ser capaz de defender aquel dinero que, mas que su valor económico, simbolizaba la coronación de los esfuerzos de coleccionista; al mismo tiempo, su pérdida en tan humillantes circunstancias lo había dejado derrotado en su hombría y ahora el reto de hacerse coleccionista de especies tan destacadas le permitiría mostrar una valía superior a la de la fuerza física.  Se puso, entonces, en la tarea de conseguirse todos los ejemplares de la serie y otros del mismo tema que hubieran circulado antes en el país o en el exterior.

Asumió con empeño la misión; compró el fólder con hojas cuadriculadas producido por una casa filatélica y se compró también las lengüetas engomadas para fijar las estampillas al álbum y una pinza especial para manipularlas y así no ajarlas o dañarles los dientecitos con los dedos; consiguió también una lupa para mirar los detalles y una cubeta para remojar los trozos de sobres de correo donde venían adheridas las estampillas utilizadas y con matasellos, que se consideraban mas valiosas que las que permanecían sin uso.  Pronto se aficionó tanto que no se quedó en las series de aeronavegación, sino que comenzó a coleccionar de todas las clases y todos los  países.  Un amigo suyo muy cercano, Gonzalo Stier, se entusiasmó también con el tema y comenzó a recoger estampillas entre sus parientes y amigos y a pegarlas en un cuaderno.  Pasaban tardes enteras revisando juntos sus respectivas colecciones, intercambiando ejemplares repetidos y averiguando sobre nuevas emisiones.  Al poco tiempo, Campo animó a Gonzalo a conseguir también un álbum y este fue aun mas allá, compró el que venía en forma de catálogo con los facsímiles impresos de todas y cada una de las estampillas emitidas en el país desde el siglo XIX, y ambos disfrutaban viendo como, por entre las imágenes en blanco y negro, se iban abriendo campo, página por página, las multicolores figuras de las estampillas reales ya adheridas.

Gonzalo era pesado a ratos; se pasaba horas contándole de aventurillas con chicas de colegio, hasta con los mas mínimos detalles, mas con el interés de autoensalzarse como un Donjuán que por ánimo de compartir experiencias mutuas; incluso algunas veces se sintió Campo muy incómodo cuando el Gonzalo, en su entusiasmo, se ponía a dramatizar sus lances y entonces le tomaba la mano como a la amiga y lo miraba tiernamente a los ojos, como a ella, o hasta fingía tocarlo en ciertas partes del cuerpo, como a alguna de ellas, todo esto en algún lugar público donde tomaban un refresco y nuestro protagonista se sonrojaba intensamente al imaginar lo que el resto del público estaría pensando de los “atrevimientos” de estos dos hombres.

Estos hechos no pasaban de ahí, por fortuna, pues lejos de tener Gonzalo alguna intención homosexual (al menos conscientemente) estaba solamente haciéndoles teatro a sus relatos; pero lo que sí fue una conducta atrevida y condenable fue lo que ahora paso a narrar:  De los encuentros para revisarse mutuamente sus respectivos álbumes, pasó Gonzalo a pedirle a Campo el suyo prestado para llevárselo a casa y “mirarlo con mas detenimiento”; inocentemente Campo se lo permitió varias veces, pero un día que estaba en casa de su amigo examinando el álbum de Gonzalo se sorprendió de encontrarle dos nuevos ejemplares muy escasos y muy costosos, a saber, la estampilla de cinco pesos de la catedral de la ciudad y la de diez pesos del primer campeón mundial colombiano; se alegró de que su amigo las hubiera conseguido y le preguntó el como; este le salió con cualquier cuento que Campo se tragó y las cosas quedaron así.  Solo varios meses después ocurrió que un tercer amigo que hojeaba el álbum le preguntó a Campo por qué había retirado las valiosas estampillas de la catedral y del campeón.  Este estuvo a punto de infarto y resolvió no volver a hablarle a Gonzalo, pero no fue capaz de enrostrarle el robo.  Frustrado, perdió todo interés en la colección, que dejó guardada por muchos años.

Solo la infaltable fiebre de las novias, propia de esa edad, sacó al muchacho del marasmo y lo animó nuevamente a coleccionar. ¡Muchachas, esta vez!  Ya había hecho ligeros coqueteos antes, pero ahora una chica llamada Elsi lo flechó, se enloqueció por ella; no buscaba a sus amigos, casi no estudiaba y se la pasaba abstraído pensándola y esperando la clase de Inglés, único momento y lugar donde coincidía con ella; la trataba en forma cortés y amigable; sí, muy amigable, pero sin dejar traslucir lo que le ardía en el alma; la retenía el tiempo que podía y luego la acompañaba a tomar el bus hacia su casa y tomaba el suyo con remordimiento por no haberle dicho un piropo, por no haber tratado de tomarle una mano, de invitarla a tomar un refresco.

Terminó el curso de inglés y se pidieron los teléfonos para seguir llamándose.  Al día siguiente le marcó, pero ella debía acompañar a su madre al médico y le prometió rellamarlo pronto.  La rellamada, a los días, fue para contarle que se iba con su familia a vivir a Bogotá, pero le prometió que se verían antes de ello, pues todavía faltaba algún tiempo.  Al fin de semana se encontraron para jugar a los bolos y al regresarla a casa, ella lo invitó a entrar; se encontraba sola, escucharon música y hablaron de esto y lo otro.  Al momento de despedirse, en el sofá en que estaban sentados, se miraron y ella lo devoraba con los ojos, pero el se llenó de miedo de pedirle un beso y se despidió de mano.  Después, en casa, se retorcía del remordimiento y se le encharcaban los ojos por la tristeza de no haber sido valiente.  No fue capaz de llamarla de nuevo, se le fue para la capital y creyó no volver a saber de ella.

La soledad que empezó a sentir lo llevó, tan pronto empezó el nuevo nivel de inglés, a reanudar los contactos con Beatriz Cecilia, otra compañerita de curso con la que había hecho algunas tareas en su casa, pero la había descuidado por Elsi.  A ella le gustaba Campo y lo recibió gustosamente y pronto pasaron de las tareas a las salidas a jugar bolos y, cuando un poco después la invitó a cine, se tomaron de las manos durante la proyección y salieron encantados uno con otro.  Se siguieron frecuentando y, sin declaración oficial de amor, sostuvieron una especie de noviazgo, con salidas a bailar y besos amorosos.

Habían pasado apenas unas semanas cuando el muchacho recibió una carta de Elsi, muy sorprendido porque nunca habían intercambiado direcciones.  ¿Cómo la averiguó?  El hecho es que le decía que lamentó mucho separarse cuando empezaban tan bonita amistad, que quisiera continuarla por correspondencia y que en alguna oportunidad ella vendría o el viajaría a Bogotá.  No demoró Campo una hora en llevar al correo la respuesta y así se fue nutriendo una correspondencia que iba adquiriendo poco a poco un tono mas bonito y terminó el muchacho por tener dos novias no formalmente declaradas, una en la ciudad y otra a la distancia.

Y apareció Liliana.  Después de una mudanza de la familia, ella llegó a vivir en la casa que dejaron y Campo Elías, que pasaba por allí con frecuencia, pues la nueva vivienda era muy cercana, empezó a notar a esa chica tan atractiva, de carita pícara, ojos negros y bonito motilado, a quien le lucía maravillosamente su uniforme de colegiala.  La siguió hacia su colegio con la intención de acercársele, pero le rebrotó su antigua timidez y se sintió turbado.  Empezó a espiarla a la hora de salida de sus clases, con la intención de ofrecerle compañía hasta casa, pero seguía turbado, indeciso.  Su amigo Juan Carlos lo descubrió y, después de hacerle unas bromas, le ofreció presentársela para que dejara el temor y pudiera entrar en confianza con ella; “es que me gusta mucho”; “precisamente, así te abro una puerta”; “es que ya tengo novia”; “no tiene que ser un noviazgo, mantienen una bonita amistad y ya”; “no soy capaz, si me corresponde, me enamoro”; “bueno, ¿y que importa? con tal que la otra no se entere…”; “no, no, no”; “claro que puedes, tus amigos te hacemos cuarto; mejor dos que una”; “bueno, preséntamela, pero no se…”  Y así empezó un nuevo romance, tampoco declarado y Campo Elías empezó a desempeñarse como “jugador en dos partidos”.

Andaba Campo Elías muy dedicado a encontrarse los sábados con Beatriz Cecilia y los domingos con Liliana y de repente se le presentó, en una fiestecita, la oportunidad de conversar un rato y bailar con la prima de un amigo, llamada Luz Amparo; no se sabe cual de los dos se entusiasmó mas con el otro, el hecho es que intercambiaron números telefónicos, con la sagrada promesa de llamarse.  En los días siguientes, la chica no lo llamó, lo que se podía considerar normal, porque en la época no era nada bien visto que las mujeres buscaran a los hombres; pero el tampoco se decidía a llamarla, por algún reato de conciencia, no obstante ya haber incurrido en “infidelidad” desde hacía un tiempo.  Sin embargo, quiso la suerte (¿?) que encontrara a su amigo y este le inquiriera por qué no se volvió a ver con Luz Amparo y le asegurara que ella estaba maravillada y ansiando un encuentro.  El espíritu de coleccionista lo empujó entonces a buscar a la muchacha por teléfono y concertar una nueva cita.

El encuentro con Luz Amparo un jueves a las 6 de la tarde en un lugar público para tomar un refresco fue apenas una especie de presentación mutua en que se preguntaron y se contaron sobre sus familias, sus estudios anteriores, sus preferencias en música, en juegos, en deportes, en golosinas, en animalitos, en los colores de la ropa, en lugares para viajar… También se enteraron de que coincidían en signo del zodíaco y tomaron muy en cuenta sus fechas de cumpleaños; se mostraron las fotos que guardaban en sus billeteras (cuidándose Campo de no dejar ver las de sus novias) y hasta se prometieron tomarse una foto juntos “porque nos vamos a encontrar de nuevo, no es así?”; “claro, todavía tenemos mucho para contarnos”; “podemos vernos el lunes, a la salida de nuestras clases”; “¡ay, sí! así alegramos un día tan melancólico”; “y después hacemos un buen programa para el fin de semana… o tienes novia?”; “¿quien, yo? nooo, ¡solterito y sin compromiso! ¿pero tu si tienes novio?”; “no estaría aquí contigo”; “bueno, parece que si nos empezamos a entender bien, vamos a tener una relación muy bonita”.

Seguían llegando las cartas de Elsi y al muchacho se le ponía a latir el corazón a toda velocidad cada vez que recibía una; ella escribía muy bien y le decía cosas muy bonitas, no propiamente palabras de amor, pero expresiones que le llegaban muy adentro y que le hacían sentir que ella le daba mucha importancia en su vida.  Le contestaba muy pronto y se desentendía hasta la siguiente, pues ya lo tenía bastante ocupado el estar manejando el programa de citas con sus tres encantos de la ciudad; tuvo que empezar a alternar las citas de fin de semana, inventando disculpas bien creíbles para la que quedaba por fuera o la que quería que le dedicara un domingo después de haber salido el sábado.  Y en las llamadas telefónicas nocturnas de entre semana se veía a gatas para sostener las tres largas conversaciones sin que se hiciera muy tarde (por fortuna a Elsi no se le había antojado que se llamaran a larga distancia).

Se llegó el día de la clausura de los “Juegos Intercolegiados”.  No se quedaba casi ningún estudiante sin asistir al evento, que era como una fiesta que empezaba desde la cuatro de la tarde en el gran coliseo, con el partido final de basket ball, hermosas bastoneras, premiaciones, música y hasta los infaltables discursos tediosos de señores estirados.  A la culminación, los muchachos desfilaban, bien por  parejas, pues todos los novios asistían juntos al acontecimiento, o bien por grupitos, hacia las refresquerías, heladerías, parques, cines… a cualquier parte, menos temprano a casita.

Nuestro Campo Elías entró solo y buscó un sitio recóndito junto a un par de amigos, pues no había invitado a ninguna de sus novias para evitar ser sorprendido.  Estuvo tranquilo hasta poco antes del final cuando Liliana se le acercó muy sonriente, no le reclamó por no haberla llevado, y se hizo presentar como novia con los otros dos amigos; comenzó a sentirse nervioso el joven durante el último acto y al final intentó escabullirse pronto, casi arrastrando a Liliana, con la disculpa de que debían llegar pronto a un lugar, pero ya Luz Amparo lo había detectado desde hacía rato, no le había quitado la vista de encima y por cierto que al ver que le llegó otra chica muy amorosa se propuso enfrentarlos a la salida, como en efecto hizo.  Le saltaban chispas de los ojos cuando se les atravesó al frente; el palideció, Liliana le preguntó qué le pasaba con su novio y será mejor no describir la escena que se armó entre dos mujeres furiosas y defraudadas.  El corrillo se formó de inmediato y Beatriz Cecilia, quien había asistido con dos amigas y circulaba por allí cerca, al asomar y reconocer a los protagonistas, ellas dos agarradas y él perplejo, captó de inmediato la verdad y sufrió un desmayo.


El revuelo que se formó por el desmayo de la chica deshizo la reyerta y Campo Elías aprovechó el descuido y se fugó.  En vano buscó a las chicas en los días siguientes para tratar de dar astutas explicaciones; ninguna lo volvió a recibir y, para colmo, le llegó una carta de Elsi en que le informaba que le contaron del episodio del coliseo y le hacía saber que estaba encantada con un bogotano capitán del ejército que la estaba invitando mucho.  Después de esto, no llegaron más cartas de la chica y nuestro “héroe” vio así mal culminada una más de sus colecciones.

jueves, 17 de agosto de 2017

CONTINUEMOS CON PETER CAMENZIND DE HERMANN HESSE


Nos sigue relatando experiencias no muy diferentes a las que nosotros mismos hemos tenido o al menos imaginado.



Cuando se va a estudiar a Zürich y traba amistad con Richard, su compañero de cuarto.

…überrann mich mit köstlichem Schauer die Empfindung, zum ersten mal neben einem Freunde zu stehen und so zu zweien in schöne, rosig verwölkte Lebensweiten zu blicken.
…me atropellaba, con un delicioso estremecimiento, la sensación de estar por primera vez con un amigo y entre ambos contemplar toda una vida hermosa y color de rosa.


Se tomó muy a pecho esta amistad, que los unía tanto.
Freundschaften schloß ich keine mehr, da ich Richard ausschließlich und mit Eifersucht liebte.  Auch den Frauen, mit denen er viel und vertraut umging, suchte ich ihn zu entziehen.
No hice más amistades, porque amaba a Richard exclusiva y celosamente.  Hasta buscaba alejarlo de las mujeres con las que tanto y tan íntimamente trataba.


Cuando conoció a la pintora Erminia Aglieti y finalmente entraron en confianza y le posaba para retratos.
Es wurde dabei fast gar nichts gesprochen, ich saß oder stand ruhig und wie verzaubert da, hörte den weichen Strich der Zeichen kohle, sog den leichten Ölfarbegeruch ein und hatte keine andere Empfindung als daß ich in der Nähe der von mir geliebten Frau war und ihren Blick beständig auf mir ruhen wußte.
Allí casi no hablábamos; mientras yo estaba sentado o de pies, sereno y como hechizado, escuchaba el delicado rascar del lápiz, inhalaba el suave aroma del óleo y no tenía más percepción que la cercanía de la mujer que amaba y su mirada fija sobre mi.

…gibt es nichts Erfolgloseres als das Nachdenken Über jemand, den man liebt.
…nada hay más ineficaz que la cavilación sobre un ser amado.


Salen a un paseo en bote, donde el espera poder declarársele pero está muy nervioso.
Das Schöne und Poetische der ganzen abendlichen Szenerie, das Sitzen im Kahn, die Sterne, der laue ruhige See und alles das beängstigte mich, denn es kam mir vor wie eine schöne Theaterdekoration, in deren Mitte ich eine sentimentale Szene agieren müsse.
Lo hermoso y poético de ese nocturno tinglado, el estar sentado en el bote, los astros, el tibio y sereno lago, todo eso me atormentaba, pues se me aparecía como un lindo decorado teatral, en medio del cual yo debería representar una escena sentimental.


El le indaga si está enamorada de alguien y recibe este baldado de agua fría.
…ich glaube nicht, daß man heftiger und stärker lieben kann als ich es tue.  Ich liebe einen Mann, der an eine andere Frau gebunden ist, und er liebt mich nicht weniger…
…no creo que se pueda amar más intensa y estrechamente que yo.  Quiero a un hombre que está comprometido con otra mujer y el no me ama menos a mi…

Freilich war damit der Schmerz noch lange nicht abgetan.  Nach meiner Rückkehr in die Stadt floh ich anfangs den Anblick der Malerin wie die Pest, doch ging das nicht lange an, und so oft sie mich später ansah und anredete, stieg mir das Elend in die Kehle.
Claro que el dolor no desapareció en mucho tiempo.  Al volver a la ciudad, empecé a huirle a la artista como a la peste, pero eso no duró mucho y después, cuando la veía y ella me hablaba, se me hacía un taco en la garganta.
Traducción libre con base en mi percepción de lo leído.  Se aceptan observaciones.


martes, 15 de agosto de 2017

Más de Peter Camenzind de Hermann Hesse


Ahora nos cuenta de sus vivencias y sensaciones cuando se va a estudiar a otra ciudad y toma una habitación de estudiante.


Drei wundervolle Jahre wohnte ich in derselben weithinblickenden, windigen Mansarde, lernte, dichtete, sehnte mich und fühlte alle Schönheit der Erde mich mit warmer Nähe umgeben.  Nicht jeden Tag hatte ich etwas Warmes zu essen, aber jeden Tag und jede Nacht und jede Stunde sang uns lachte un weinte mir das Herz, einer starken Freude voll, und hielt das liebe Leben heiß und sehnlich an sich gedrückt.
Viví tres años maravillosos en la misma mansarda ventosa y con amplia vista; estudiaba, hacía poesía, sentía nostalgia y sentía que todo lo bello del mundo me abrazaba tiernamente.  No siempre tenía comida caliente, pero cada día, cada noche, cada hora cantaba y reía y mi corazón lloraba, lleno de un gran regocijo, y se mantenía atado a la linda vida, cálida y ansiosamente.

Sensaciones que tuvimos quienes vivimos como estudiantes lejos de casa -yo no hacía poesía.

Ich sah große, schöne Arbeiten auf mich warten, zu lesende Bücher und zu schreibende Bücher.  Ich hörte den Föhn gehen und sah ferne, selige Seeen und Ufer in Südlichen Farben erglänzend liegen. Ich sah Menschen mit klugen, geistigen Gesichtern wandeln und schöne, feine Frauen, sah Straßen laufen und Pässe über Alpen führen und Eisenbahnen durch Länder hasten, alles zugleich und jedes doch für sich und deutlich, und hinter allem die unbegrenzte Ferne eines klaren Horizontes, von treibenden Flugwolken durchschnitten.  Lernen, schaffen, schauen, wandern – die ganze Fülle des Lebens glänzte in flüchtigem Silberblick vor meinem Auge auf, und wieder wie in Knabenzeiten zitterte etwas in mir mit unbewußt mächtigem Zwang der großen Weite der Welt entgegen.

Veía yo grandiosos y ricos trabajos esperándome y libros por leer y por escribir.  Escuchaba el rumor del viento tibio y veía lejanos y encantadores mares y riberas que resplandecían con colores meridionales.  Veía gentes de rostros prudentes e intelectuales y mujeres bellas y distinguidas, veía rutas y pasos alpinos y ferrocarriles que atravesaban raudos los campos, todo a la vez pero bien diferenciado y ante todo la ilimitada extensión de un nítido horizonte, atravesado por nubes viajeras.  Estudiar, crear, observar, marchar – la plenitud de la vida resplandecía y parecía turbarme la vista y de nuevo, como en la niñez, se estremecía algo en mi con una inconsciente y poderosa fuerza ante la grandiosidad del mundo.



Traducción libre, con base en mi percepción de lo leído. Se aceptan observaciones.

jueves, 3 de agosto de 2017

ANDANZAS EN METRO


Todos los días me movilizaba en el metro de la casa al trabajo y de regreso, durante muchos años.  Nunca me aburría viajando entre la estación Floresta y la estación Universidad, con transbordo en San Antonio, pues disfrutaba siempre, no solo de las vistas panorámicas desde la vía elevada, sino también de los personajes y sucesos pintorescos que nunca faltaban.

Personajes estos como Ramiro, un hombre algo menor que yo, más bajo pero no pequeño, porque yo soy alto; muy sonrosado, de nariz afilada y un rostro redondo, siempre perfectamente rasurado y con mentón bien definido.  Caminaba descomplicadamente y a buen ritmo e iba siempre formalmente trajeado, pero sin corbata.  Usaba la misma estación cercana a mi casa, pero no transbordaba hacia Universidad; seguramente trabajaba en el centro de la ciudad.  En qué trabajaría Ramiro?  Inicialmente pensé que tendría un bufete de abogado, pero observando que nunca andaba con portafolio, ni siquiera libros sueltos o sobres con papeles, lo descarté y comencé a imaginármelo de empleado bancario.

Otro interesante personaje era Octavio, el ingeniero, moreno, alto, de boca grande, ojos vivos, mostacho y una calva apenas rodeada por mechas negras que se dejaba un poco largas como para demostrar que sí tenía cabellos; parecía venir siempre desde la estación anterior, la de Santa Lucía, siempre tomado de las barras aunque hubiera puestos disponibles. Lo recuerdo por su pintoresca figura y digo que era ingeniero porque, además de tener la desenvoltura y mostrar la seguridad propias de los ingenieros civiles, en ocasiones viajaba con grandes rollos, como de planos, y un día que anduve por calles del centro en las horas de inicio de jornada, lo encontré ingresando al edificio donde tiene su sede una prestigiosa compañía de consultoría y proyectos de ingeniería.

Silvia tenía que ser una ejecutiva, porque siempre iba de traje elegante y muy bien arreglada.  Era bonita, pero se le empezaban a notar ligeramente las arrugas; tenía el cabello rubio, largo mas no hasta los hombros, con un peinado que lo hacía lucir algo lacio; ¿teñido? quizás no, porque concordaba con el color claro de la piel y con los ojos de un color azul grisáceo.  Miraba amigablemente y posaba de persona tranquila.  Abordaba siempre en la estación Estadio y alcancé a ver alguna vez que la despedía en el andén un hombre que debería de ser su esposo, también con pinta muy ejecutiva.

En contraste con esta elegantosa ejecutiva, José, un humilde vendedor de confitería y cigarrillos, vestía un pantaloncito viejo, pero limpio y su camisa ajada y cargaba la caja abatible de madera y su soporte de tijera firmemente amarrado a ella con tiras de caucho.  Se incorporaba al pasaje en la estación Floresta y siempre llevaba su caja muy bien cerrada, no ofrecía los dulces ni en el vagón ni el andén, porque era muy respetuoso de las normas del metro.

Desde las barandas del andén elevado de la estación, veía yo con frecuencia llegar a “Brutus”, que así lo llamaba secretamente, pues por su aspecto tosco y complexión robusta, sus brazos firmes y gruesos, su cara grandota, su barba negra redonda y su caminar lento y pesado, era como una encarnación del personaje pendenciero y fortachón de las tiras cómicas de Popeye el Marino.

Otro cómico personaje era Gamaliel, funcionario o profesor de una de esas instituciones universitarias que abundan, a juzgar por lo que conversaba con un compañero el doble de alto que el y que se subían juntos en la estación Suramericana.  Era pequeñito, pero grueso y erguido y calvo, o más bien calvo-tuso, a la chocante usanza de estos últimos años; se daba un aire de persona muy importante y para confirmarlo hablaba frecuentemente por el teléfono celular, mirándonos altivamente a todos sus accidentales acompañantes, como para que siguiéramos con atención sus importantes conferencias.

Cuando Patricia, una bonita veinteañera, comenzó a usar el tren, Gamaliel no le quitaba los ojos de encima; siempre, al subir en su estación, la buscaba con la vista, pues ella ya venía acomodada, y comenzaba a desplazarse por entre los pasajeros, arrastrando casi a la brava a su compañero, para estar cerca de esta alegre jovencita, empleada de alguna oficina del centro, trigueña, peinada de “cola de caballo”, con ojos negros intensos y también negras sus largas pestañas; más bien alta, con cuerpo escultural, en particular sus atractivas piernas y vestida muy sensualmente.

El padre Jacinto también le daba sus miraditas furtivas a Patricia, no menos que el autor de estas líneas.  El curita barrigón debía de trabajar en una remota parroquia de las barriadas, pues tenía puro aspecto de sacerdote pobre, nada preferido por la curia arzobispal:  sotana lustrosa por el prolongado uso, zapatos viejos, barba rala y pelo desordenado.  Seguramente venía en bus de su misa y deberes pastorales en una lejana parroquia de un barrio popular y seguía en el metro al centro para gestiones en la Curia o compra de suministros para su templo.

Antes que Gamaliel se decidiera con Patricia, Octavio y Silvia nos dejaron ver, “sin querer queriendo”, algo que nos fue oculto por un tiempo; una de esas mañanas, después de despedirse Silvia del hombre que la acompañaba hasta subir al vagón, buscó con la mirada a Octavio y comenzó a acercársele con disimulo hasta que el tren dejó la estación y entonces sí se saludaron en silencio con un tibio y prolongado apretón de manos y chispas en la mirada; después, sueltos, estuvieron conversando en voz muy baja, supongamos que sobre temas muy dulces para ellos, y en San Antonio descendieron juntos y se perdieron en la multitud que suele llenar el andén a esas horas.

Continuaban los encuentros casi silenciosos de Octavio y Silvia y las tímidas miradas de Gamaliel a Patricia, intercaladas entre su diálogo con el compañero de viaje y sus múltiples llamadas por teléfono, miradas no ignoradas del todo por ella, pero un día, un acontecimiento nos robó la atención al que habla y a todos los pasajeros del coche: una señora le preguntó a José si llevaba chocolatinas en su cajoncito y este le respondió que sí, mas no podía venderle por razón de la prohibición de ventas dentro del sistema; ella le insistía y José se negaba, pero al final cedió a los argumentos de “nadie nos ve”, “nadie va a informar”, “nada nos va a pasar”; con tan mala suerte que al momento de la transacción estábamos entrando en estación y uno de los agentes de vigilancia y coordinación alcanzó a verlos, hizo detener el tren y le pidió a José apearse; este palideció, la señora dijo que solo le estaba cambiando un billete, algunos pasajeros la respaldaron, pero ambos fueron detenidos en la estación y nosotros continuamos el viaje comentando la mala estrella del respetuoso José.  Solo Ramiro permaneció completamente callado, con la mirada perdida a través de las ventanillas.

Sí, tal vez Ramiro era un empleado bancario de labores muy rutinarias que no le exigían llevar y traer documentos y se aburriría mucho en esas rutinas de encierro.  Tal vez debido a eso era que mantenía una cara adusta y una mirada poco inquieta a pesar de ostentar unos ojos pardos brillantes y vivos.  O no sería un eterno aburrido, sino un personaje muy tímido?  Porque en varias ocasiones, saliendo por la estación y a raíz de que estábamos con frecuencia muy cercanos, esbocé amagos de saludo a los que nunca respondió. 

Pero el suceso de José fue la oportunidad para romper el hielo, si lo había, entre Gamaliel y Patricia.  Ellos dos y también el compañero de aquel estuvieron intercambiando juicios éticos y comentarios algo burlones, pero muy pronto el y ella dejaron al otro a un lado y se bajaron juntos en la estación de transbordo, comentando que era una feliz coincidencia que tuvieran que abordar en la misma dirección.

Otro día, al regreso, venía yo asido a la barra, cerca de Ramiro, quien venía sentado, se quedó dormido y no se percató de la llegada a la estación donde nos apeábamos; lo toqué suavemente en el hombro y le dije “¿usted no se queda aquí, en la estación Floresta?”; mostró sorpresa, se levantó y sin darme las gracias salió rápidamente, sin mirar atrás, como avergonzado por una falta cometida.  Y no pocas veces caminamos, casi acompañándonos el uno al otro, unas seis cuadras hasta que yo me entraba a mi casa y el continuaba más allá. Aunque ya lo estaba imaginando un tipo hosco e inculto, sin intereses en nada, empecé a llevarme gratas sorpresas cuando me lo fui encontrando en algunos conciertos de música clásica a los que me gusta asistir; sobra decir que allí también esquivó mis saludos, pero al menos me llevé una mejor impresión suya.

Un día descendí con mi novia desde la estación San Antonio a los comercios de cachivaches situados alrededor a buscar algo que ella necesitaba para un pequeño regalo.  Andando de cubículo en cubículo, a ella le llamaron la atención los objetos que atiborraban uno de esos puestecillos; nos acercamos y qué sorpresa me llevé al ver que era atendido por “Brutus”; lo saludé y le recordé que éramos frecuentes compañeros de viaje; supe que se llamaba Gilberto, que caminaba doce cuadras desde su casa hasta la estación Floresta y que tenía esposa y cinco hijos para alimentar.  Se quejó de lo malas que estaban las ventas, como hacen siempre los comerciantes, y nos pidió volver por allí para que conociéramos mercancía nueva que estaba por llegarle.  Me contó que se enteró de que al pobre José le decomisó la Policía todos los dulcecitos y lo tuvieron arrestado de un día para otro y también contó que había atendido el día anterior a Gamaliel y Patricia que andaban de compras.  ¡Cómo se notaba que yo no era el único observador de los viajeros!

Sin embargo, la relación de Gamaliel y Patricia duró poco.  Se les empezó a ver distanciados y Gamaliel nuevamente muy conversador con el amigo.  Incluso, en muchas ocasiones, ella se devolvía de la puerta del vagón y se pasaba al siguiente para no topárselo; hasta la dejó el tren alguna vez en esos intentos.  Ella, tan bonita y atractiva, había sido seguida y conquistada por un chico mucho más joven y apuesto que Gamaliel, según nos contó otro “observador”, y le dio calabazas al calvito.

Octavio siguió viajando con nosotros, pero muy pronto no supimos más de Silvia, desde que un día, al regreso, en su estación de llegada, vino a recogerla el hombre que siempre la acompañaba y comenzó como a reñirla.  Algunas malas lenguas estuvieron asegurando que su esposo se enteró de sus devaneos con Octavio y no le permitió volver a tomar el tren; otros, que le hizo cambiar su horario de viaje; otros, que sencillamente se fue a ocupar un mejor cargo en otra empresa, situada muy lejos de las líneas del metro.

En una ocasión, posterior a la época de los viajes en metro, andando por el barrio Santa Lucía, me topé a Octavio a la puerta de uno de los graneros típicos del barrio, sentado a la mesa tomando cerveza con unos amigos, lo saludé fugazmente y él sí me contestó el saludo, también fugazmente.  Pero no me atreví a preguntarle por Silvia.







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