domingo, 22 de abril de 2018


MISTERIOS DEL MISTERIO
Relato

Estoy atrapado en un barrio de las afueras de la ciudad, por causa de un paro del transporte.  No sé por qué vine aquí a sabiendas de que estaba anunciado el paro.  En este atardecer, veo pasar personas muy extrañas, pero no me atrevo a preguntarles donde encuentro un taxi, porque me van a mirar con ojos de asombro.  Prefiero estar quieto y silencioso por un buen rato, mientras dejo que mi inconsciente busque soluciones; ¡eso me ha dado muy buenos resultados en muchas ocasiones!

Observo una casa abandonada y algo me dice que debo entrar allí para protegerme de todos esos desconocidos que no parecen tener buenas intenciones.  Tiene el aspecto de esas casas que dejaron en su huida, en varias ciudades, esos torvos personajes que estaban dedicados al comercio ilegal y la delincuencia en general.  La puerta principal cede fácilmente y logro entrar.  Estoy en una espaciosa y bastante deteriorada sala-comedor que fue muy lujosa, según se nota por el tipo de piso, ya carcomido, los frisos, de donde parecen haber sido arrancadas incrustaciones de oro, los cortinajes de terciopelo hechos jirones, las sombras que dejaron los inmensos cuadros retirados de la pared.

Me siento con cuidado en uno de los sillones que quedaron y percibo el olor polvoriento de su desteñido tapizado; un ratón sale corriendo y se pierde por un rincón; un escalofrío me recorre de pies a cabeza.  ¿Qué alimañas e ingratas sorpresas encontraré allí adentro? ¿No debería escapar de inmediato? nadie me retiene.  Inspiro y exhalo profundamente varias veces para cobrar ánimos, pero me siento atornillado al sillón.  Como que algo me dice que no avance más…  ¿Otra vez “algo me dice”?  ¡No!  No existen “algos” que nos hablen; todo está dentro de mí; es mi miedo el que me paraliza; debo continuar la exploración que inicié.

Tres botellas de whisky y aguardiente, a medio consumir, que quedaron abandonadas en una vitrina rota me hacen antojar de un trago para “templar los nervios”, pero desisto para no mezclar en mi saliva la saliva corrompida de los personajes corrompidos que de allí pudieron haber bebido directamente sin molestarse en usar las copas de fino cristal volcadas a su lado; solo me acerco a verificar la exclusiva marca del licor y sigo caminando hacia una segunda sala de recibo, donde está todavía empotrado un inmenso televisor en una columna central giratoria.

Aparte del televisor, en este recinto nada más queda; solo se oyen extraños ruidos; al extremo, todavía reluce (si se puede decir así) una escalera semicircular de mármol para acceder al segundo piso; ya no tiene pasamanos, pero no es difícil ascender por los amplios escalones.  Subiendo, pienso en el ascenso vertiginoso de aquella gente, validos de su sucio comercio, y lo comparo con el ascenso de los otros comerciantes, de negocios no sucios pero administrados sin piedad para con sus servidores.  ¡Qué paradoja! los unos, empobreciendo a la gente con sus negocios “limpios”, los otros, tendiendo demagógicamente la mano a esa población empobrecida.

Me recibe un amplio corredor que, en su tiempo debió de ser muy fastuoso.  También hay huellas de obras de arte, marcas de consolas que estuvieron adosadas a la pared, rastros de muchas pisadas sobre los tapetes.  Camino sobre estos vestigios y me imagino siendo el compinche que llega a donde el capo a darle las buenas nuevas que no se podían comunicar por otro medio; me imagino siendo la mujer voluptuosa que venía a vendérsele al hombre que pagaba fortunas por unas buenas tetas; me imagino siendo el cómplice caído en desgracia que viene arrastrado por otros dos a rendirle cuentas al jefe.

En mitad del corredor hay una puerta para ingresar a lo que fue un amplio y opulento baño.  Entro, ya está oscureciendo, por la falta de luz eléctrica todo es sombrío; las sombras parecen incrementar la intensidad de los ruidos que se han estado escuchando: silbidos, arrastres, traquidos.  Al fondo, parece venir un hombre hacia mí; me siento completamente erizado, no sé si salir huyendo; resuelvo enfrentarlo y camino hacia él; ¡es un espejo! Pero no es la imagen que me devuelven todos los espejos; ésta me hace muecas; la miro fijamente y me mira fijamente; me río burlonamente y también se ríe de mi.

Concluyo que estoy enfrentado a mi otro yo y le hago preguntas; parece modular pero no le escucho nada.  Me quedo helado unos momentos, pero luego reflexiono sobre ese “otro yo” que parece enfrentarme.  ¡Eso no es más que una imagen en un espejo!  No debo inventarle connotaciones esotéricas; mi otro yo está dentro de mí mismo.  En realidad, tengo muchos “otros yo”:  cuando me domina la ira, otro yo hace cosas de las que se arrepiente luego mi primer yo; cuando me dejo llevar de la pasión, otro yo es capaz de vivir experiencias que el tímido primer yo no emprende, pero las disfruta cuando queda inmerso en ellas; es también otro yo el que me llama en ocasiones a reflexionar sobre recientes acciones equivocadas, otro yo el que me produce chispazos creativos.

Salgo, pues, del baño, transformado por estas cogitaciones y penetro a una espaciosa habitación; todavía está allí la cama de agua, inmensa, detrás de ella un bar (ya vacío) y a los lados dos mesas de noche con sus gavetas casi salidas del todo; quien haya saqueado allí, no tuvo tiempo de guardarlas de nuevo.  Alcanzo a ver estos objetos porque entra un tenue rayo de luz por la ventana; alcanzo a notar también que la pintura de las paredes está descascarada y el cielo raso lleno de humedad.  Pongo el “imaginador” nuevamente a trabajar y veo sobre el lecho a aquel mafioso-político-filántropo haciendo sus juegos amorosos con dos exuberantes hembras y llenándolas de billetes; transformo ahora ese tálamo en el mío matrimonial y revivo las escenas de más excitante recordación; ahora se estrecha hasta mi cama de adolescente y me llegan aquellas inocentes masturbaciones que eran terribles pecados para confesar al sacerdote… ¡Debo salir rápido de aquí!

Otro saldría a decir que la casa está hechizada, que lo asaltaron mil alucinaciones.  Yo, no obstante lo miedoso que soy, me dispongo a continuar explorando y, sin hacer caso de las demás habitaciones,  vuelvo a bajar al primer piso.  Entro a una cocina lastimosa, que en su tiempo debió de ser como las magníficas cocinas de los antiguos palacios europeos, pero con todos los adelantos tecnológicos del siglo.  Me imagino con qué gusto se comerían las viandas salidas de aquí y me represento el asco que me daría recibir cualquier alimento que se cocinara (si fuera posible) en el desastre actual, entre cucarachas; casi me dan náuseas.  ¡Cómo hace la diferencia sobre un mismo objeto su presentación, su estado de conservación!  ¡Cómo podemos dar una imagen maravillosa de nosotros con nuestra belleza física exterior, sea natural o artificialmente lograda, con la vestimenta, con los perfumes, aunque interiormente tengamos una anatomía sobrecogedora, unos contenidos intestinales que no necesito calificar, tal vez una personalidad torva, quizás unos pecados en el alma!

La oscuridad crecía y sentí el deseo morboso de bajar unas escalas que llevaban al sótano; me ayudaba únicamente con la luz del teléfono móvil que era muy tenue y no les hacía caso a los ruidos que se seguían escuchando, pues los atribuía a las ratas, ratones y otras alimañas.  El sótano no era tan estrecho como imaginaba y no estaba tan desolado como pensé; se vislumbraban cosas grandes, como muebles, aquí y allí.  De repente avisté a varias brujas volando por lo más alto del recinto.  ¡Nuevo escalofrío! “¿Para qué me metí por aquí?” Traté de alumbrarlas con el aparatico; la luz no tenía ese alcance; las malvadas seguían revoloteando; intenté regresarme y tropecé y caí; palpando a tientas en el piso, recuperé mi celular y recordé que el muy cretino tenía servicio de linterna (¡cretino él, no yo!); nervioso, no encontraba como activarla y las brujas se me acercaban a la cara.

Encendida la linterna, esta me reveló un secreto: las brujas eran simples murciélagos.  Nuevamente el misticismo se va de bruces al tropezar con la realidad.  Como dijo el filósofo, “el reducir algo desconocido a algo conocido alivia, tranquiliza, satisface, proporciona además un sentimiento de poder.  Con lo desconocido vienen dados el peligro, la inquietud, la preocupación”.  ¡Murciélagos!  Fastidiosos, sí, pero inofensivos animalitos.  Los alejé agitando los brazos y enfoqué el chorro de luz hacia los muebles; descubrí que eran unos potros de tortura; allí debieron de haber llevado a muchos desgraciados para extraerles secretos o cobrarles cuentas; todavía se encontraban restos de sangre oxidada y muy aferrada y me dispuse a seguirla de mesa en mesa, cuando escuché unos quejidos lastimeros. “¡Madre mía! ¡Las almas en pena de los que aquí expiraron! ¿Cómo me metí en esto?”  De improviso tropecé con un bulto; pensé que había quedado un muerto por allí; lo iluminé, esperando encontrar un horripilante esqueleto con colgajos de carne; se movió; era un hombre con ropas de miseria y aspecto de borrachera o “traba”.

“¿Qué hace usted aqui?”  “No me haga nada; necesitaba un rincón bien oscuro y pacífico para dormir”  “¿Para dormir la rasca?”  “No me fumé sino un varetico chiquitico.  Y necesito dormir para embolatar estos retortijones y este dolor de cabeza”  “Bueno, hombre; sígala durmiendo pues”  “¿No tiene unos pesitos por ahí?  no tengo con qué salir a desayunar mañana”.  Supe, pues, de donde venían los quejidos lastimeros –otra vez lo conocido me aliviaba– le acomodé un par de billetes en un bolsillo, lo dejé donde lo encontré y me fui a buscar las escaleras para subir y reponerme del susto.  Logré llegar hasta la sala, vacilante de sueño; me eché sobre el sucio sofá para descansar “un momentito”.

¡Qué noche de pesadillas!  Primero fue una de las típicas persecuciones de perro rabioso; el perro salió de un sótano y yo subía y bajaba escaleras huyéndole.  Desperté sudando, pero ni recordaba donde estaba y quise conciliar el sueño de nuevo.  La segunda fue una pesadilla garciamarquiana: yo estaba en el tétrico sótano y salía por la puerta que daba a las escalas; me encontraba de nuevo en el mismo sótano oscuro, o un sótano idéntico, con salida por unas escalas; me metía por estas y me encontraba de nuevo en el mismo sótano oscuro, o un sótano idéntico y así sucesivamente, aterrorizado, sin el alivio de un despertar…

 El despertar sí llegó, bruscamente, en pleno día, con un fuerte sol y cuatro agentes de la policía sacudiéndome y haciéndome preguntas; querían saber qué relación tenía con “esos tipos”, dónde escondía la droga, y me requisaban.  “Yo no conozco a esa gente” (estaban ahí, ya esposados, el que me tropecé por la noche y otros dos –deduje que estos últimos durmieron en las habitaciones que no visité– ).  Nada valió, me condujeron con ellos a esta celda oscura y sucia de detención provisional; ya pasó todo el día y no me ha interrogado ningún inspector, no me han formulado cargos, ya veo que voy a pasar otra dura noche.  Espero que mañana sí pueda alegar mi inocencia, pues no me encontraron nada ilícito en mi poder, ni me hallaron señales de estar bajo efectos de alucinógenos, no tengo el aspecto, las ropas, el comportamiento de un vagabundo vicioso y podré llamar a mi gente a que atestigüe por mí…

…Al menos, esa es mi optimista esperanza.


Carlos Jaime Noreña
ocurr-cj.blogspot.com
cjnorena@gmail.com

miércoles, 18 de abril de 2018


MÚSICA Y RUIDOS
Relato

Miguel es un profesional como de 30 años, aficionado a la música; si a eso se puede llamar aficionado, pues ha estudiado varios instrumentos y teoría musical.  En su apartamento de soltero tiene varias guitarras, teclado, armónica, amplificador, micrófono y equipo de grabación.  Por razones obvias, necesita paz y silencio en su habitación y en todo el entorno, principalmente cuando está grabando, ya sea solo o con sus compinches de música.

La cruel realidad es que sus vecinos suelen ponerse a escuchar una música estridente y de mal gusto, amén de que las señoras, paisas y costeñas, cotorrean a todo volumen en sus apartamentos y todo ello viene a hacerle compañía al pobre Miguel, sumado a los aviones que pasan con frecuencia –pues el aeropuerto, situado prácticamente en el centro de la ciudad, no fue clausurado cuando se inauguró el moderno aeródromo distante, sino que fue dejado para “naves pequeñas de vuelos regionales” y hoy en día son muchos los ruidosos jets privados “pequeños” que salen y aterrizan a todas las horas del día–.  Agreguemos a esta ensalada los destartalados y ruidosos buses urbanos y las infaltables motos sin silenciador, que pasan bajo su ventana.

En los momentos más críticos, aprovecha Miguel para hablar por teléfono (también con alguna dificultad) con amigos y amigas.  Una amiga cercana es Melisa, bonita muchacha un poco menor que él, algo interesada en la música, pero con preferencia por la lectura de autores contemporáneos y las tertulias en las redes.  Ambos tienen frecuentes encuentros en lugares públicos, para discutir sobre sus temas de interés y sobre acontecimientos recientes, al calor (¿o más bien al frescor?) de unas cervezas.

Ahora hablemos de Brenda, profesora de literatura en un colegio de bachillerato.  Su cátedra tiene un sello particular: Brenda intensifica la lectura en voz alta; les lee trozos a sus alumnos y los pone a leer, también, por turnos.  Ella considera que, además de que incrementa la retención de lo leído, la voz alta permite dar vida al texto, combatir la timidez, prepararse para hablar en público y también posibilita al docente detectar la mala percepción de lo escrito y los vicios de pronunciación.

…Y otra cruel realidad, en este caso para Brenda, son las continuas interrupciones de las lecturas por causa de la desesperante pitadera de los vehículos que circulan por la amplia vía frente a la institución y los estridentes frenazos de los buses; también, la tempestad de pregoneros que circulan por el barrio anunciando a voz en cuello, y aun con megáfonos,  su comercio ambulante.  La entristecen estos atentados contra el serio ambiente que quiere propiciar en su clase, pero no encuentra una solución.

Se acuerda Brenda, en ocasiones, del relato de Italo Calvino “Un Rey a la Escucha”, que es todo un homenaje al sentido del oído y que nos cuenta de un rey afincado en su trono, en donde aprende a enterarse de todo lo que pasa en su palacio y controlarlo sin dar un paso, porque distingue a la distancia todos los sonidos propios de las más diversas actividades en los salones y corredores, en la cocina, en los jardines… Piensa ella cómo Calvino nos hace añorar las épocas de  actividades calmadas, nos hace valorar nuestros sentidos (también tiene un relato para el olfato y otro para la vista) y nos hace reflexionar sobre lo dependientes que somos de los demás para nuestra tranquilidad interior.

Ha querido la casualidad que Miguel y Brenda se topen una noche en un sitio de comidas rápidas en una avenida del barrio; sucede que a todo el frente del sitio llega a estacionarse un automóvil lujoso con su equipo de sonido a todo volumen en música urbana y sus ocupantes se bajan a comprar bocados en el local de enseguida, que vende por ventanilla, para sentarse en el andén a comer y escuchar sus estridencias; entonces nuestros dos amiguitos, todavía desconocidos entre sí, se lanzan una mirada desconsolada y acuerdan ir a buscar otro lugar.  Caminando, se van contando cosas simples, van percibiendo que vibran en la misma frecuencia y cada uno empieza a disfrutar mucho de la compañía del otro.

Un lugar que ellos juzgan con buena oferta está al lado de un cafecito lleno de gentes gritonas, otro tiene la música como a 80 decibeles…  Al fin encuentran un café algo sereno, donde pueden conversar tranquilamente… ¡y hasta qué tarde han conversado!  Después, él la acompaña hasta la puerta de su casa y la “vibra” en que se encuentran los “obliga” a darse un tímido, pero sentido, beso de despedida.

Al día siguiente van ambos al mismo tiempo para sus trabajos, pero en vehículos diferentes y por rutas distintas.  A ella le toca soportar un radio a todo volumen en el bus y, casualmente, a él también, un radio a todo volumen en un taxi, pero le pide al chofer rebajarle algo y por poco este señor se lo traga vivo.  En el lugar donde él se apea hay ruido de taladros neumáticos perforando el pavimento y ella, buscando un artículo antes de seguir para el colegio, debe pasar por una zona que, a pesar de no ser industrial, está plagada de talleruchos embutidos en pequeños locales, cuyo ruido de máquinas sale intacto a la calle.

Miguel la llama más tarde y quedan en encontrarse por la noche en el mismo sitio.  Allí comienzan la plática compartiendo sus experiencias de ruido y solo pueden reír irónicamente de las casualidades de ese día.  También comparten su disgusto por las diarias celebraciones con pólvora en la madrugada, que ambos escuchan con igual nitidez pues aunque viven separados unas 20 cuadras uno del otro, están equidistantes del barriecito popular donde unos dudosos negociantes celebran casi todos los días sus non sanctos éxitos en esa tormentosa forma.

El jueves por la noche, Miguel visita a Melisa en su casa; el sábado por la mañana, sale con Brenda a buscar unas cuerdas de guitarra y otros objetos que les dijeron se conseguían a mejor precio y de la misma calidad en el nuevo pasaje peatonal que va desde la plaza de Cisneros hasta las esculturas de Botero.    Él piensa con toda honestidad que mientras Melisa es una amiga de confianza, con quien el cariño llega hasta un punto, Brenda tiene un encanto tal que puede suceder que llegue a ser muy profunda la relación con ella.

Reconocen que el pasaje quedó bonito, bien organizado, con su piso en adoquines de ladrillo, grandes jardineras, románticos faroles, semáforos peatonales… y van disfrutando del entorno y de su mutua compañía.  ¡Pero vuelve la bulla!  empiezan a sonar las radiolas de los bares a todo volumen, los pregones a las puertas de los comercios, por hombres disfrazados de payasos, a viva voz y, en los cruces de vías, los anunciantes de las rutas de buses, que tratan de conseguir pasajeros (que de todos modos tendrán que llegar allí a tomarlos) por una mínima propina del conductor.

Al entrar a un negocio, se encuentran con Lorenzo, amigo de Miguel y acuerdan un encuentro por la tarde, con guitarra, música y vino.  Entre tanto, los dos almuerzan en casa de la mamá de Miguel y, al poner el tema de los ruidos, la señora se queja de los pregoneros de frutas, verduras, cachivaches, compra de chatarra, que pasan  a todas horas del día, los 7 días de la semana.  “Le tengo el aguacate madurito, si no se lo doy blando se lo cambio – tóqueme la papaya, señora”.  “¡Son enloquecedores!”

Ya por la tarde, en lo de Miguel, le preguntan sus amigos “¿no les hacemos bulla a los vecinos?”; “no se preocupen, tengo bien medida la intensidad de sonido y es apropiada para las horas diurnas; muy diferente a los parlantes del colegio de la otra cuadra”; “y del templo de mi vecindad” agrega Lorenzo.  Cuando Miguel va a la cocina por algún bocado para sus amigos, encuentra de regreso al Lorenzo coqueteándole a la Brenda, pero este se corta cuando lo ve; un poco más tarde va al baño y al regresar cree verlos tomados de la mano (“lo puedo jurar”) pero se contiene y no se les despega más.  Finalmente salen por la noche juntos, pero Miguel se ha encargado de llamar a una amiga para Lorenzo; así lo neutraliza y la noche pasa tranquila.

El lunes siguiente Mónica, antigua amiga de Miguel lo llama a pedirle ayuda en la traducción de algo que le llegó en inglés.  Al llegar a su casa por la noche, se sorprende al verse recibido con licor y buenos pasabocas, pero pronto recuerda otros momentos vividos con ella.  Ya haciendo la tarea, ella se pone melosa y logra inducirlo a hablar de temas distintos a la dichosa traducción, que parecía ser solo un anzuelo.  Miguel no se niega que ha pasado un buen rato, pero sale alterado, porque con ella la relación fue muy pasional y en este momento se siente otra vez locamente atraído; menos mal, se le presenta la prístina imagen de su nuevo encanto, que lo serena dulcemente.

Siguen los encuentros de Miguel con Brenda, pero Mónica lo sigue invitando y  él termina “jugando en las dos canchas”.  Lorenzo se entera de ello y vuelve a rondar a Brenda, cuidando de que Miguel no vaya ni a sospecharlo.  Ella, al comienzo, lo elude, pero el hombrecito es muy convincente y logra que salgan juntos un par de veces, con la mala suerte de que una amiga común los pilla sin que ellos lo perciban y, muy insidiosa, se las ingenia para que le llegue el runrún a Miguel.

Miguel, en un principio, no presta atención a lo que le ha llegado como un chisme bastante dudoso y sigue concentrado en su proyecto de aislar sonoramente la habitación de su apartamento donde tiene su estudio musical, para resolver de una vez por todas el  problema del ruido.  Una vez todo listo, lo inaugura con su amada Brenda, quien disfruta mucho de las estupendas sensaciones musicales y, por supuesto, del delicioso rato con su Miguel.  Este, muy animado con su creación, empieza a traer a todos sus amigos; enterada Mónica, se antoja de que él también la lleve; entonces el muchacho la “reinaugura” con ella y después se dice “también puedo invitar a Melisa”; la trae a conocer todos sus prodigios y ella queda maravillada.

Una tarde, están Miguel y Brenda relajados escuchando música y empieza a retumbar una fiesta tan bulliciosa en la vecindad que las vibraciones de los bajos y algunos altos muy estridentes logran penetrar en el “sagrado recinto”.  Se queja Miguel de cómo han logrado entrar estos ruidos; “tu también has metido ruido en nuestra relación” dice ella.  Miguel palidece y ella le habla de lo que ha sabido de Mónica y de Melisa.  “Bueno, el ruido viene de ambas partes, dice él, me he enterado de algunas cositas…”  Y cuando parecía que se trenzarían en una agria discusión, afloraron más bien reconocimientos de parte y parte y promesas de “nunca más”; se hicieron explícitas las declaraciones de amor que antes no habían aparecido y se entregaron a la construcción de ilusiones.

Carlos Jaime Noreña

cjnorena@gmail.com
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sábado, 14 de abril de 2018


EN EL BUS, MÁS Y MENOS
Relato

Me situé con mi amada en una esquina cercana a esperar el bus para ir a hacer unas diligencias.   Nos hemos puesto de acuerdo desde hace algún tiempo para utilizar más el bus, que, por ser un medio colectivo, contribuye a la descongestión de la ciudad. Mientras esperábamos, yo observaba los frondosos arbustos de la zona verde y, con disimulo, las exuberantes estudiantes y empleadas que pasaban hacia otro paradero. Les hacían contraste la magra y reseca hierba, el destruido bordillo y los deterioros del asfalto de la vía.

Llegó el vehículo por el segundo carril y no se molestó en acercarse a la acera a recogernos; paró en ese mismo carril, pero no nos quisimos subir a riesgo y le hice señas de arrimar.  “Si no quieren, no los llevo” y continuó su marcha.  Aguardamos diez minutos el siguiente bus.  En este, el chofer tenía sintonizado un programa radial de mal gusto, a todo volumen y profuso en expresiones obscenas.  Por fin, hubo un pasajero valiente que le reclamó y recibimos, todos, por respuesta: “el radio es mío y el que no quiera se baja”; una señora le pidió entonces cambiar a una emisora decente para respetar a los niños y las damas; “esto no es inmoral, mojigatos; ustedes sí se la juegan al conyuge, pero aquí vienen, dándoselas de muy moralistas, a censurar una emisora, irrespetando la libertad de expresión”.

A pesar del contratiempo, me comentó mi novia sobre la ventaja de conocer más la ciudad al uno no tener que estar absorto al volante y poder estar mirando por la ventanilla, y más al tomar en cuenta que por la altura del asiento se tiene mayor campo de vista.  Me mostré de acuerdo, mas acotando que en ese momento teníamos la ventaja de ir sentados; “si se puede llamar ventaja, dije, porque últimamente han estado cambiando todos los asientos por unos más angostos, para poder acomodar más gente de pie en el pasillo central; nosotros dos, que somos delgados, quedamos apretados aquí (aclaro que para mí es una ventaja estar bien apretado contigo)” y me gané un buen pellizco.

A poco, ingresó un muchacho de unos veinte años y repartió caramelos, como hacen los vendedores que con mucha frecuencia suben a los buses; luego, muy serio, se despachó con el consabido discurso: “Muy buenos días, damas y caballeros; como habrán podido observar, he pasado por sus asientos distribuyendo estos deliciosos caramelos La Columbina, que vienen en sabores de menta, chocolate y frambuesa.  No es su obligación comprarlos y no tienen precio; el precio es el que ustedes le quieran asignar para colaborarle a este venezolano necesitado, que por las razones ya muy conocidas por todos ustedes tuvo que salir de su patria.  Entré por Cúcuta hace dos semanas y al no encontrar trabajo allí, resolví venirme a esta acogedora ciudad y gracias a la colaboración de personas caritativas, como ustedes seguramente también lo son, pude llegar ayer aquí y, mientras encuentro un trabajo estable (pues sepan ustedes que soy tecnólogo mecánico) he empezado a distribuir estas golosinas para poder comer y pagar un oscuro cuartucho donde me alojo estrechamente junto con otros cinco compañeros.   Voy a pasar de nuevo por sus asientos para recoger la contribución que ustedes, comprensivos y solidarios, me sabrán dar”.

“Bien aprendido el libreto”, le dije a mi compañera; me miró interrogante; “sí, el parlamento está coherente y tiende a conmover al respetable público para que afloje la moneda, pero se le pasó un detalle: todavía no está bien entrenado en la entonación propia de los venecos, se le escapan acentos paisas; este es un venezolano chiviado, no le doy nada, lo utilizan los mafiosos de las limosnas”.

Continuando en la ruta, en ocasiones esta se desviaba de las avenidas principales e ingresaba por callejas de barrio, como para darnos una lección sobre el hábitat popular: la muchacha paseando al viejito en silla de ruedas por el andén; el tendero descargando el surtido acabado de traer en un carrito viejo con parches en la pintura, una luz de posición quebrada y calcomanías del corazón de Jesús y la virgen del Carmen; las señoras comprando arepas; los muchachos lamentablemente desocupados, sentados en el borde de la acera o en los escaños del parquecito, aspirando por turnos del vareto recién armado…

Nos sacó del embeleso una señora comentando sobre el atraco reciente a todos los pasajeros de un bus de la misma ruta en cercanías del río: “se subieron dos muchachos en el momento de tomar la oreja para desviar hacia la autopista, paraje muy solo, y se situaron, un gordito en la puerta de atrás y uno altote adelante, junto al chofer…”  Después de narrar cómo pasaron con el revólver por todos los puestos despojando a la gente de sus celulares, alhajas y dinero, se daba bendiciones agradeciendo que “yo no traía la camándula bendecida por el papa que me regaló mi sobrina, ni la fraccioncita de lotería, porque esta la puse tras el cuadro del Corazón de Jesús para implorarle suerte y aquella la dejé guardada pues algo me advirtió el corazón”.  “¿Y sí se ganó la lotería?” le preguntaron; “nada, ningún viernes me la gano”; “¡ah! entonces ese Chucho no te ayuda nada a vos y hasta deja que te atraquen”.

Nos asustamos con el relato, pero le dije a mi novia que le viéramos el lado amable a la comunicabilidad de los pasajeros en los buses; “son un noticiero ambulante, se entera uno de las cosas más increíbles y hasta le dicen por quién tiene que votar; un día que yo iba para el centro me contaron que estaba paralizado por una inmensa manifestación de protesta y pude regresarme a tiempo; otro día me contaron de la renuncia del vicepresidente (pero resultó falsa, je, je)”.

Llegando a nuestro paradero, el bus no ingresó a la bahía del sitio, sino que se detuvo unos metros más adelante, estorbando claramente a todos los vehículos que venían detrás.  Hubo un tímido reclamo mío y de los que iban a apearse conmigo, pero la respuesta fue “a nadie perjudico con esto”.  Y claro que sí nos perjudicó, porque había agua lluvia recogida al borde de la calzada y debimos dar un salto hacia el andén.  Un observador que se encontraba en la acera, al ver nuestros gestos de disgusto, expresó muy guasonamente: “agradezcan que los trajieron" (como dice el vulgo) “y no se pinchen”.

Allí teníamos que entrar a la administración municipal, para un tramite de impuesto predial, pero había completo bloqueo por causa de un paro de empleados oficiales y no pudimos hacer la diligencia.  “¡Ahhh! Tu ‘noticiero’ del bus no te informó de esto” me dijo ella y yo tuve que “tragarme la lengua” pues, además, estaba muy contrariado por el percance.

Nos montamos en un segundo bus que nos llevaría al sur de la ciudad, para otra “vuelta” pendiente.  Por congestión de la vía, el recorrido estaba demorado y por ratos nos quedábamos callados; al mirar por la ventanilla, solo se veían muchos vehículos y edificios y yo me abstraía en meditaciones simples o embelesado en la nada, hasta que ella me bajaba de la nube con algún comentario; en cierto momento me preguntó si estaba aburrido y le comenté sobre las oportunidades de reflexión que se presentan en esos momentos; “cuando se viaja largo, le dije, se tiene una buena oportunidad para divisar el panorama o meditar (no muy profundo, por cierto) o ‘todas las anteriores’; muchos dicen que los viajes son muy aburridores; es que no saben aprovechar esos momentos”.

De repente, nos asombraron los gritos de unas pasajeras por una ventanilla; estaban increpando a un conductor de taxi que sorprendieron orinando junto a una zona verde, tratando de ocultarlo con la portezuela entreabierta.  Este les contestó, muy campante, “quién me lo prohibe?”; “usted debe evitarlo por respeto”; “a ver si ustedes me lo pueden impedir, vengan!” casi sugiriéndoles que fueran a “disfrutar” de lo que él tenía en ese momento entre las manos.

Vueltos a la calma, pudimos concentrarnos en planear la salida que teníamos para el fin de semana a la finca de unos amigos; estábamos analizando hora de levantada, tiempo de viaje, provisiones y otros detalles, cuando nos sorprendió el chofer pidiéndonos pasarnos a otro bus de la misma ruta que nos esperaba adelante, pues él tenía “un percance”.  Nos tocó quedarnos de pies, pues todos los asientos se acabaron de ocupar en un santiamén.   Ahora sí empezó el viacrucis: arranques bruscos y frenadas súbitas del conductor, curvas a toda velocidad, apretuje con extraños sudorosos,  morbosos incomodando a las damas…

Llegados a nuestro destino, respiramos con alivio y se nos derrumbaron todos los elogios al bus.  Hicimos lo que teníamos que hacer y, para el regreso, propuso ella tomar el metro, que nos dejaba a pocas cuadras.  Le “obedecí” (así le decía muchas veces, cuando aceptaba sus sugerencias); nos tocó viajar de pies, porque a esa hora se movilizaba mucha gente, pero por suerte todavía no había el apretuje de las horas pico.  Me mostró cómo se veía de bonito, desde lo alto del viaducto, el ornato de navidad que estaban comenzado a instalar en riberas y avenidas.  Nos sacó del embeleso una parada brusca y luego debimos apearnos y caminar por un costado de la vía hasta la estación que, por fortuna, estaba cercana.  Nos enteramos de que se trataba de una falla más en una catenaria, que la interrupción podía ser de horas y bajamos a la calle a buscar un taxi; estaba lloviznando y todos pasaban llenos; dije que no había más remedio que esperar un largo rato, pero ella avistó un bus que se aproximaba y me propuso que lo tomáramos.  “Pero nos deja como a 10 cuadras”;  “¿Y qué? “estás enfermo acaso de los pies? – caminaremos!”

Sobra decir quién le obedeció a quién.  Dimos con un chofer amante de la música romántica de nuestra época y con eso nuestro rato en el bus fue más bien placentero; competíamos por acertarle al nombre de la canción y al del intérprete y nos reíamos abiertamente de nuestras equivocaciones.  El viaje se nos hizo una exhalación y tan animados estábamos que resolvimos entrar a tomar un buen café en un sitio conocido a mitad de camino.  Así rematamos muy bien la jornada con una conversación de esas que acostumbramos con las bebidas, que trasegan por lo íntimo, lo anecdótico, lo familiar, el cine, la literatura y hasta los chismecitos inocentes.

Carlos Jaime Noreña
cjnorena@gmail.com
ocurr-cj.blogspot.com




sábado, 7 de abril de 2018

COMO EN UN PUEBLO
Relato
1
Es un barrio que hace 40-60 años albergaba familias de clase alta, casi todas encabezadas por jóvenes profesionales, en casas amplias de exquisitos detalles arquitectónicos y sólidamente construidas. Desde sus inicios, tuvieron la suficiente visión para trazar calles amplias con anchas zonas verdes y no pocas avenidas con bien arborizados separadores centrales. Hoy, a pesar de que han sido demolidas muchas de esas casas para levantar edificios multifamiliares de 15 y 20 pisos, el barrio sigue teniendo su encanto; poco se ha perdido el verdor y hagamos caso omiso del nulo mantenimiento de andenes por parte de la administración municipal.

Cierto día en un minimercado del barrio, con mesas para servicio de café y refrescos, estaban reunidos cinco alegres amigos que con frecuencia coinciden allí; la una, porque llegó a comprar algo; el otro, porque vino a tomarse un tinto; el otro por no sé que causa... en fin, todos ellos, porque les encanta sentarse con frecuencia a conversar. Se trata de Honorio, profesor de bachillerato jubilado; Livaniel, comisionista, que se lucra de jugosos negocios; Josefina, una divorciada que fue secretaria y vive sola; Raquel, quien ya crio sus hijos y se aburre de esperar todo el día al marido, renombrado médico especialista, y Danilo, hijo de ricos, quien ha hecho de todo y nada en definitiva.

Esta curiosa mezcla de personas de diversas condiciones sociales y niveles de ingresos se da porque, debido a la emigración de muchas familias, desde hace unos 30 años, hacia nuevos espacios urbanos de naciente prestigio, se dio un fenómeno de cohabitación de clases sociales que, antes que deteriorarlo, oxigenó el barrio. Departen, pues, muy amigablemente estos compinches, tocando todos los temas: la política, la moda, las telenovelas, el fútbol, la farándula, la “degeneración de las costumbres”, las noticias sensacionales y, lo que no puede faltar, los chismecitos del barrio.

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Contaba, pues, que estaban estos amigos en su cháchara, cuando apareció corriendo un paisano de mediana edad, que parecía venir perseguido por alguien, y se refugió en el lugar. “¿Qué te pasa Jenaro?” le preguntaron. “Un hombre me persiguió con su perro furioso porque le dije que recogiera los excrementos”. “¡Ay, Jenaro! ¿No vas a aprender que no te debes vivir metiendo con todo el mundo?”; “ahora sí voy a aprender; ¿me invitan a una gaseosita, que este carrerón me dio mucha sed?”

Jenaro es lo que las señoras llaman un “bajito de punto” y no está muchacho, pero lo parece; vive en una humilde casita marginal del barrio, de donde sale temprano por las mañanas porque le gusta mucho la calle; se entretiene mirando todo lo que pasa, les hace mandados a las señoras y con eso se gana algunos pesitos para llevarle “revuelto” a su mamá; se arrima a las tertulias de tienda y, además de llevar y traer chismes, opina de todo lo que estén hablando; es el “que más sabe” del equipo de fútbol profesional local, del que es hincha furibundo, y también mete la cucharada en política, aunque claramente se ve que no sabe nada de ese tema.

En tanto, pasó por allí Luciana, una jovencita muy gustadora y coqueta, y a los presentes se les fueron los ojos detrás de ella, sin excluir a las señoras, porque las mujeres no dejan de mirar a las otras mujeres, para compararse, para encontrar señales de cirugías plásticas, de liposucciones, de tinturas, de maquillajes; para juzgar, por la ropa, si el “gancho” donde está colgada es una “pobretona”, una buscona o una esclava de la moda. En fin, que Luciana les lanzó un saludo adornado por una amplia sonrisa, los hombres quedaron hechizados y las mujers no tanto se comenzó a comentar sobre su vida sin pedirle permiso a nadie.

Jenaro fue el primero en decir “me contaron, pero no me consta” que la han visto saliendo con el arquitecto que vive en un piso alto del edificio blanco. “Sí, él la ha traído en el carro por la noche; yo los he visto”, dijo Raquel, sin saber que él la transporta con
frecuencia porque trabajan en la misma empresa y ella vive allí cerca. “Los vieron entrar a cine juntos”, inventó Danilo, y... el cuento siguió creciendo.

Luciana, inocente de todos los comentarios que suscitó y los deseos que despertó, continuó su camino hacia la avenida cercana, donde iba a tomar un bus para irse a su universidad; saludó de lejos a Jefferson que pasaba en su bicicleta, quien le contestó el saludo entusiasmado, casi que enamorado.

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Jefferson, el mandadero del mercadito, llegó en sus dos ruedas y les contó de lo que acababa de ver en la glorieta cercana: “Un altercado entre un policía y un hombre que estaba echado sobre unos cartones. Yo me acerqué a mirar y el tipo se estaba incorporando sin dejar de alegarle al policía; este le decía que no estaba permitido instalar elementos personales en la vía pública”; “vea, agente, no son elementos ni son personales; los elementos son el hidrógeno, helio, litio, berilio, boro, carbono... me los sé en el orden de la tabla, ¿se los recito todos? yo también estudié bachillerato como usted; dígame si el cartón está en la tabla periódica; ¿no es cierto que no está? bueno, entonces estos mugrosos cartones no son elementos; y... ¿personales? mire las impresiones: galletas Papá Noel, chocolatinas El Jet, leche La Quería... nada personal, todo es ajeno”. “Yo vi que la cosa iba para largo y recosté mi bicicleta a un poste”.

“El agente la emprendió, entonces, por lo de realizar actividades privadas en espacios públicos...” “Reconozco que privado sí estaba; no veía ni oía ni entendía con ese sueño tan verraco y usted me lo vino a interrumpir; si me lleva por eso, yo le digo al inspector que lo encierre a usted por violentar mi intimidad. Pero lo de espacio público, propiamente público, yo no sé... este pradito de la glorieta se mantiene completamente solo, aquí no hay ningún público; yo siempre duermo aquí solitario y nadie me acompaña; vea, le digo, nunca me despiertan aplausos del público...”

“Parece muy cómico así, dijo Honorio, pero les voy a contar esto: estaba en mi caminata matinal del domingo por el barrio. Hora temprana de mucha soledad, todo apacible. Vi aparecer al final de la cuadra a una señora paseando su perrito, la que empezó a lanzarle reclamos a alguien; pensé ‘esta vieja loca está hablando sola’, pero agucé la vista y noté a un vagabundo que se levantaba de defecar en la zona verde, apenas sí tras un arbusto que mal lo cubría, con el pantalón todavía abajo, con todo el culo a la vista. A los retos de ella, respondía el sinvergüenza “a una buena gana no hay nada más qué hacer, y por aquí no había nadie” y llevaba su mano atrás para malhacer la higiene con un papel sucio. Le grité que respetara, que hiciera su necesidad en algún lejano sitio escondido y el hombre frescamente me respondió ‘¿sabe qué? venga y recójala usted”. Carcajada general a costa del pobre Honorio.

Se encendió una discusión: que son unos sinvergüenzas con pereza de estudiar o trabajar y se dedican a la vida callejera; que no, que la descomposición moral de la sociedad les castró toda ilusión y viven así en manifestación de rechazo; que ellos solos fueron los que perdieron toda moral y los deberían castigar ejemplarmente; que la sociedad comete una injusticia con estos desamparados y debería tenderles la mano...

Los interrumpió Yesenia, que llegó con sus catálogos de productos populares y se le abalanzaron todos a revisar ávidamente las ofertas; hojeaban y hojeaban; la muchacha les resolvía todas las dudas; finalmente, Raquel le encargó un abrigo imitación visón; Josefina solicitó unas sombras para ojos, sugestivamente denominadas “50 sombras de Grey”; Honorio, una linterna con ventilador incorporado y con un juego de marcadores incrustado en un receptáculo; Livaniel, “una cosita, mamacita, que usted no tiene anunciada en el catálogo”; “¡eh! don Livaniel, deje, que usted sabe que yo soy una mujer muy decente”.

“¡Ay! ya viene ese marica tan cansón” dijo Danilo, refiriéndose a un muchacho que se aproximaba. “Ni marica ni cansón, saltó Raquel a refutarle; Mariano es un muchacho educado, que cuida mucho su presentación personal y que les puede dar clases de seriedad a ustedes”. No alcanzó a contestar Danilo antes de que entrara Mariano y los saludara, muy amable y muy sonriente, a todos. El dueño del local, mientras lo atendía, le picó un ojo a Danilo, como dándole la razón y este último no pudo reprimir una carcajada.

Mariano volteó a mirar intrigado y luego se sentó solo a consumir su pedido. En ese momento volvió a aparecer Luciana, quien también hizo un pedido y se sentó a la mesa de Mariano. El la saludó con toda naturalidad, ¿sería que ya se conocían?, y estuvieron discutiendo sobre canciones de moda. Danilo y Livaniel lo miraban seguido y Josefina les dijo que parecían enamorados del muchacho, lo que suscitó sus enérgicas protestas. Más extrañados quedaron cuando aquellos dos se despidieron de beso.

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Un día después, los contertulios nuevamente en su sitio de encuentro, llegó el Jefferson con la noticia de un accidente de Jenaro. “¡¿Cómo?! ¿Qué le pasó al pobre hombre?” Y empezó Jefferson con su retahila, que siempre las tenía largas: “Cómo les parece que este Jenaro se mantiene por ahí revisando las obras públicas, ¿ustedes no sabían? –la audiencia, en medio de su suspenso, no respondió– Bueno, el hombrecito se pasea por las obras del Metromax, por la señalización de las ciclorutas, por el cambio de tuberías madre del acueducto, por los edificios en construcción...”

“¡Bueno, bueno, sí! ¿Pero qué le pasó?” “Paciencia, que no es tan fácil si no se conocen los antecedentes. Ocurre que Jenaro se para a observar y, de improviso increpa a los trabajadores ‘¿Por qué van tan despacio con esto? Empezaron el 3 de abril y no llevan ni 20 metros’ Otras veces busca a un jefe de cuadrilla o a un ingeniero residente y demanda ‘¿Por qué están cavando tan poco profundas estas fundaciones? ¡Así las columnas no van a soportar todo el peso de la estructura!’ Nadie sabe donde aprendió esos términos un señor que ni terminó la primaria, por causa de sus limitaciones mentales...”

“¡Por Dios! ¡Contanos de una vez por todas!” “Sí, bueno, ya les voy a contar qué le pasó al alcalde” “¿Alcalde? ¿No se trataba de Jenaro?” “Es que lo llaman ‘El Alcalde’, ¿ustedes no sabían? porque se mantiene supervisando las obras públicas, pidiendo explicaciones y dando órdenes – ¡hay que ver cómo se posesiona de su papel! Un día coincidió en un sitio donde esperaban al verdadero alcalde para inaugurar una obra (todavía no terminada, como es costumbre) y quisieron gozar a costa suya, así que lo subieron al estrado, llamaron gente, lo pusieron a hablar y lo interrumpían con aplausos cada minuto. En su perorata, halaba todas las orejas, por derroche de recursos, por pérdida de tiempo, por sobornos... y cuando estaba recriminando que se inaugurara una obra no concluida, como esta, llegó el señor alcalde y se tuvo que esconder hasta que bajaran “a ese loco”.

“¿No vas a acabar nunca, Jefferson?  ¿Cómo fue el accidente?” “Que se cayó a una zanja” “Pero, ¿cómo fue? danos detalles” “¿Y no están cansados de los detalles, pues?” “Nos interesa saber qué le pasó al pobre Jenaro y qué consecuencias tiene” “¿Y van a ir a visitarlo en la clínica?” “Puede que sí, pero contamos, ¡contanos!” “Bien, Jenaro llegó a una excavación a las 7 y media de la mañana, porque él madruga mucho, él todos los días tira las cobijas muy temprano, se baña, acosa por el desayuno y sale para la calle; se pasó las cintas de retención y se paró al borde a observar hacia abajo; el terreno cedió un poco y Jenarito rodó hacia el fondo y quedó medio sumergido en el agua retenida; lo sacaron con muchas raspaduras y magulladuras y parece que con fracturas; lo entraron en camilla a una ambulancia”.

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Pasando el tiempo, nuestros amigos seguían encontrándose asiduamente en lo que ya parecía su oficina y compartiendo información “muy valiosa”, siempre sobre alguno ausente en la reunión: Un día Josefina contó que vio a Raquel coqueteando con un viejo cerca de la iglesia. Otro día, Raquel vio a Danilo en tratos con “esos hombres que parecen traquetos, que se mantienen junto a la compra-venta de carros”. En otra ocasión, Danilo vio a Honorio buscando sardinitas a la salida del colegio. Honorio, en cambio, vio a Yesenia besuqueándose “y algo más” con un muchacho, al anochecer en la zonita más oscura del Primer Parque. Yesenia también tuvo reporte para entregar sobre Mariano; aseguró que lo vio paseándose, cogido de las manos con un muchacho, por el Segundo Parque.

Livaniel seguía llegando por sus cervecitas; Honorio, por sus tintos; Raquel, a buscar verduras, pero aceptaba, unas veces cerveza, otras, tinto; Danilo asomaba a ver a qué lo invitaban o qué negocito se atravesaba; Jefferson no faltaba con sus relatos cuando estaba libre del ir y venir de las entregas; Mariano y Luciana pasaban por allí con frecuencia, no juntos, pero cuando coincidían conversaban su buen rato; Josefina llegaba a esperar a Yesenia y sus ofertas.

Un día, llegó un pelado como de 15 o 16 años a comprar cigarrillos y el tendero se los vendió con toda frescura; Raquel le reclamó por fomentar el vicio entre jóvenes y él contestó sin alterarse “es que estoy en lo mío y aquí hago lo que yo quiera”. Le dijo Josefina que la leyestaba por encima de él y no le permitía expender ese producto a menores de edad; “me cago en la ley” dijo, ya muy alterado. Todos se indignaron, pero no se la tragaron: le echaron tremenda cantaleta al hombre; este les pido disculpas y prometió cumplir con el mandato.

Bueno, se llegó diciembre, con su alegría; los contertulios se encontraban cotorreando una tarde alrededor de una buena botella de licor y se apareció Jenaro, a quien casi ya habían olvidado. Gran saludo, brindis, muchas preguntas sobre su recuperación y promesas del personaje de “no volver a meterme en lo que no me importa”. Cuando ya iba cayendo el sol, comenzaron a emigrar hacia sus casas, o esa era la disculpa. De repente salieron Mariano y Luciana muy cogidos de la mano, muy cariñosos; Danilo y Livaniel dijeron en coro “pero este Mariano en qué equipo juega, pues”. Respondió Josefina “las apariencias engañan, lo que menos se cree, aparece de improviso” y se acercó a Yesenia y salieron ambas muy abrazadas y lanzando besos a todos (y todas).


Carlos Jaime Noreña
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domingo, 1 de abril de 2018

EN BLANCO FRENTE AL BLANCO
Relato

Enceguece menos la nieve a pleno sol, se dijo Renato y tomó un largo sorbo de su jugo de limón helado mientras pensaba qué carajo se le ocurría para manchar la hoja que tenía al frente.  Largos minutos con la mente más blanca que la hoja.  Jugó a pintar la página de color; primero, azul; después amarilla; rosada; verde…  Era fácil ir cambiando el color a ese folio “virtual” que aparece en la pantalla del computador tan pronto le decimos al aparatico que vamos a empezar un documento nuevo.  Hasta que entendió que su juego era solo un subterfugio para no aceptar la cruda realidad del no-se-me-ocurre-nada.

Decidió entonces que un lápiz y un papel verdadero le aportarían la inspiración que el monstruo electrónico le negaba.  Pero… “¿dónde diablos tengo un lápiz? – hace siglos que no uso esa herramienta prehistórica; hubo lápices en esta casa cuando la niña asistía al colegio y el último que quedaba por ahí rodó y rodó…  De hecho se me aparecía cuando buscaba otras cosas; se reía de mí cuando no encontraba un sujetador, una bandita elástica, un marcador; él siempre estaba allí cuando yo necesitaba cualquiera de estos objetos.  ¿Ahora en dónde se metió?”

Porque así son las cosas, no solo para Renato; cuando notamos una media nona al depositar la ropa en la lavadora, podemos inspeccionar toda la casa y el dichoso calcetín no aparece, “se fue de paseo”; después de lavar, buscando una bufanda en el ropero, encontramos al perdido allí, mirándonos de frente y desternillado de la risa.

Bien, nuestro querido amigo decidió darse una pausa en la búsqueda e ir mientras tanto por el papel, pero ¡oh, contratiempo!  ¡Agotado el papel de reciclaje!  Debió de habérselo llevado todo el sobrinito, quien gusta mucho de “las hojitas de un solo ladito” para hacer sus obras artísticas.  Bueno, quizás algún día exponga en un museo, aunque sea nada más una instalación constituida por un reguero de hojas usadas sobre el piso; al fin las tales instalaciones son el furor de la moda, son las que están consagrando a los “grandes artistas” del siglo 21.

“Si no hay de reciclaje, toca gastar una o dos hojitas limpias – es solo un motor de arranque para la inspiración, luego vuelvo a la máquina” se dijo Renato y se dirigió con pasos decididos hacia la gaveta donde tenía guardada su resma de papel bond, esta vez con gran suerte: allí reposaba ella; muchas hojas en puro blanco, cual inmaculada lencería; pudo sacar sus dos pliegos y regresar triunfal al escritorio… ¿Triunfal? ¡A medias! Recordó que le faltaba el lápiz.  “No me varo, ¿por qué tiene que ser exactamente un lápiz? ¡tengo un bolígrafo!”  Buscó en su mesita de noche la esferográfica que permanecía allí la mayor parte del tiempo, porque poco la usaba, dado que podía usar notas electrónicas y ya no tenía que llenar formas en los bancos.  

Ahora sí, con éxito completo, se sentó, rodeado de un aura gloriosa, listo a vaciar sobre la virgen superficie toda la cascada de ideas que ya sentía que se le iban a venir atropelladamente a la cabeza.  Estaba presto a escribir “Yo, Renato…” para comenzar un relato en primera persona, giró la parte superior para sacar la punta, la deslizó sobre el papel… ¡Surco incoloro!  ¿Sin tinta?  Hizo espirales sobre la hoja, en vano; con impaciencia, sobre la suela del zapato, en vano…  Llamó a su hija por el móvil a pedirle permiso para buscarle algún lápiz en su gaveta.  “Tal vez lápiz labial, papá; hace tiempo que no uso lápices”;  “¿pero… algún bolígrafo?”; “debe de haber uno rojo, si te sirve”; “pues, en ese caso, me inspiraré sobre asesinatos; ya se me viene una idea”.

Vuelto a su puesto de trabajo, encontró Renato que… mejor dicho, no encontró Renato los folios, pero un vientecillo que movía la cortina le dijo que él había decidido jugar con las hojas y llevárselas a la calle.  Poco faltó para que derramara lágrimas (no de tristeza, ¡de furia!) nuestro muchacho (sí, aunque tenga una hija universitaria, los 40 años de Renato no le han quitado ninguna energía juvenil, es un muchacho).  Bajó las escalas de tres en tres y se abalanzó sobre las hojas que ya había localizado desde la ventana.  Un estridente frenazo lo puso a temblar de pies a cabeza; su “ángel de la guarda” ganó muchos puntos en su cuenta celestial, pues el señor Renato Mendoza salió ileso y solamente con unos “hijueputazos” encima.

Por poco tuvo que abrir un mapa de localización en su celular, para reubicar las hojitas que, con la turbulencia causada por el vehículo, habían danzado vertiginosamente y se refugiaron quién-sabe-donde.  Cruzó, pues, la calle, ahora sí mirando cuidadosamente hacia ambos lados y esquivando las miradas de espanto, de sorna, de reproche, (según el temperamento de cada quien) que le lanzaban los transeúntes, para entrar a un parquecito y, después de rodear un seto, vio los papeles, uno de ellos en el regazo de un ciego sentado en un escaño, que lo palpaba para investigarlo y el otro, más atrevido, al lado de una pareja que, tendidos en la hierba y ya a medio desvestir, se acariciaban y besaban apasionadamente.

“Lo del ciego lo recupero con facilidad, pero cómo me le arrimo a aquellos tiernos pichoncitos sin pasar por inoportuno?” caviló el cuarentón.  Caminó primero hacia donde el ciego, el “fácil”, para tener tiempo de pensar algo más.  Puso la mano sobre el trozo de papel y el hombre rezongó: “¿qué le pasa a usted?”; “nada, solo vine por esta hojita que es mía”; “no señor, es mía, porque me cayó del cielo”; “y ¿para qué le sirve?”; “voy a armar un barco de papel y a ponerlo a navegar en el lago”; “se le pierde de inmediato, pues no lo ve”; “no señor, no sea pretencioso porque tiene vista; yo dirijo los barquitos con mi bastón; tengo mucho sentido del tacto y muy buena orientación”.  Tuvo que aceptarlo Renato y se sentó a observar cómo plegaba de ágilmente el papel este hombre y culminaba un precioso navío; entre tanto le puso conversación y el invidente le contó mucho de su vida.

Ahora, a recuperar la única hoja que le quedaba.  La pareja seguía en sus ocupaciones y nuestro amigo les llegó con el bastón del ciego, que pidió prestado “por un momento nada más”, pensando que así, un poco retirado, sin importunar, atraía la hoja con la varilla.  Tratando de tocar la hoja, tocó al hombre en una pierna y este, muy concentrado en lo suyo, estiró un brazo sin siquiera mirar, agarró a Renato de la chaqueta y lo hizo caer, pero este fue a dar directo sobre el cuerpo de la muchacha quien, asustada, salió corriendo, gritándole "descarado" y acomodando como podía sus prendas, y el chaval emprendió carrera tras Renato, quien apenas logró lanzar el bastón al ciego, aprovechando que el otro también se enredaba un poco en sus necesarios acomodos; ganó la calle y, tras un nuevo frenazo, se sintió a salvo en la puerta de su casa.

Ya no necesitaba nuestro “héroe” las hojas que perdió, ya podía sentarse directamente al computador a digitar todo lo que a borbotones le llegaba a la mente.  Solo que ahora el problema era con cual cuento comenzar, ¿uno sobre los objetos perdidos?  ¿sobre recursos para la escritura?  ¿sobre los artistas contemporáneos?  ¿sobre accidentes de tránsito?  ¿sobre las vicisitudes de un ciego?  o bien, ¿un romance bien picante?

Carlos Jaime Noreña
cjnorena@gmail.com
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  Una navidad sentida La pelirroja Ángela y el rubio Daniel han salido a caminar en esta noche de principios de diciembre tibia y luminosa, ...